17/01/2013
Este martes el Ministro de Educación, José Ignacio Wert, afirmaba en una sesión de control en el Senado que “incluir en la reforma educativa una asignatura opcional para los alumnos que no cursen Religión tiene como objetivo el que aprovechen el tiempo“. A lo que el viceportavoz socialista en Educación, Emilio Álvarez Villazán, replicaba que “si el PP quiere volver atrás, y romper el consenso sobre la religión, el PSOE denunciará los Acuerdos con la Santa Sede y defenderá que la religión salga del currículum de las escuelas y que, como en Francia, se imparta fuera del horario escolar”. Asimismo, el senador socialista pidió al Ministro que “vuelva a implantar la Educación para la Ciudadanía”.
Este debate es parte de la trasnochada polémica suscitada por el tratamiento dado a la asignatura de Religión en el último Anteproyecto de Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa, dado a conocer el pasado 3 de diciembre. Un tema al que acaban de referirse también dos autorizados representantes de la Iglesia en sendos artículos cuya respectiva argumentación plantea cuestiones de indudable importancia y calado en el plano de los derechos civiles.
El primero de estos artículos fue publicado en La Tercera de ABC el pasado día 9 de enero y lleva la firma de Juan Antonio Martínez Camino, Obispo Auxiliar de Madrid y Secretario General de la Conferencia Episcopal Española. Bajo el título “Religión, ética y escuela”, Monseñor Martínez Camino ha cuajado un sólido análisis sobre los argumentos a favor y en contra de la presencia de la enseñanza de la religión en la escuela estatal, “pendiente en España de una regulación justa desde hace decenios”.
Una anomalís de nuestro sistema que se explica, según afirma, porque “las sucesivas leyes educativas han dificultado cada vez más la formación religiosa y moral en el ámbito escolar, porque han sido marcadas progresivamente por una determinada ideología basada en una artificiosa contraposición entre ética pública y moral religiosa, que ni resiste una elemental crítica teórica ni es capaz de justificarse con resultados educativos positivos”.
Y es que “bajo una amable apariencia de tolerancia, tal contraposición ideológica de ética pública y ética privada esconde, en realidad, una errada visión de las cosas nada respetuosa de los derechos fundamentales de las personas. Es errada porque da por sentado algo que carece de fundamentación. A saber: que el Estado esté capacitado para determinar cuáles sean los valores éticos universales que se puedan imponer a todos”.
A este mismo tema estaba también dedicada ayer la habitual Tribuna en La Razón del Cardenal Antonio Cañizares –otro destacado intelectual– con el título “Enseñanza religiosa en la escuela”. Cañizares insiste en que al querer “justamente señalar un “estatuto más adecuado que el que tenía la enseñanza religiosa en la escuela, se está protegiendo “un derecho fundamental que tienen los alumnos y padres que justamente lo soliciten. El Estado tiene la obligación de facilitar el ejercicio real de este derecho fundamental, que asiste a padres y alumnos, y a nadie perjudica, ni a nadie se impone”.
Por eso es preciso aclarar que “no es meramente una cuestión de derecho positivo de unos Acuerdos Internacionales entre el Estado Español y la Santa Sede, que, por supuesto, deben cumplirse”. “(…) Defender, proteger y reclamar que se cumpla este derecho en todas sus exigencias, en equiparación al resto de las otras áreas de aprendizaje o disciplinas principales, es defender, en su raíz misma, el ejercicio de las libertades fundamentales. Inhibirse, no reclamar o desproteger todo lo legítimamente exigible en este terreno, vale tanto como dejar libre el camino al recorte de otras libertades, e incluso a la desmoralización de la sociedad”.
“No caigamos en la trampa –concluye– de considerar que el tema de la enseñanza religiosa escolar es un asunto privado o de la Iglesia. Es una cuestión en la que está en juego la persona y la sociedad. Se necesita un apoyo social, legislativo y efectivo a este derecho y deber, por la importancia que la enseñanza religiosa tiene para el «aprender a ser hombre», y a realizarse como persona con sentido, libre y verdadera. Lo que se haga en este terreno contribuirá al rearme moral de nuestra sociedad y a la humanización de la misma, sin lo que no hay progreso digno de llamarse así”.
Ofrecemos a continuación el texto completo de los dos artículos reseñados.
RELIGIÓN, ÉTICA Y ESCUELA
Juan Antonio Martínez Camino
Obispo Auxiliar de Madrid. Secretario General de la Conferencia Episcopal Española
(ABC, 09/01/2013)
La enseñanza de la religión en la escuela estatal está pendiente en España de una regulación justa desde hace decenios. Esta situación es, sin duda, una de las causas de los malos resultados que nuestro sistema educativo viene cosechando en los últimos años. La buena formación de la conciencia moral, animada por una comprensión de la fe cristiana a un nivel académico apropiado a cada fase educativa, ayudaría mucho a los niños y a los jóvenes a asumir sus responsabilidades con entusiasmo o, al menos, con suficiente valor para arrostrar el esfuerzo que exigen el estudio y el desarrollo verdadero de la persona.
Pero no todos lo ven ni lo han visto así. Las sucesivas leyes educativas han dificultado cada vez más la formación religiosa y moral en el ámbito escolar, porque han sido marcadas progresivamente por una determinada ideología basada en una artificiosa contraposición entre ética pública y moral religiosa, que ni resiste una elemental crítica teórica ni es capaz de justificarse con resultados educativos positivos.
Las razones que se alegan para la marginalización escolar de la religión o incluso para su expulsión de la escuela suenan como sigue. La religión es un asunto privado y la moral religiosa es una opción particular que no se puede imponer al conjunto de la sociedad. El Estado debe velar por la convivencia de todos y no puede dejarse guiar por fes privadas ni morales particulares. Por tanto, en la escuela estatal no puede haber lugar más que para los valores universales; no hay sitio en ella para la religión. Quien lo desee, que cultive su fe o la de sus hijos en la iglesia.
Bajo una amable apariencia de tolerancia, tal contraposición ideológica de ética pública y ética privada esconde, en realidad, una errada visión de las cosas nada respetuosa de los derechos fundamentales de las personas. Es errada porque da por sentado algo que carece de fundamentación. A saber: que el Estado esté capacitado para determinar cuáles sean los valores éticos universales que se puedan imponer a todos. ¿Por qué va a saber mejor el Estado que la sociedad —familias, escuelas, asociaciones o comunidades de fe— dónde está la virtud y cuáles son los principios que la informan, por ser verdaderamente conformes con la naturaleza humana? ¿Quién va a dirimir el litigio intelectual planteado —por ejemplo— entre la pretensión de universalidad propia de la fe cristiana o de la filosofía, por un lado, y esa otra pretensión de universalidad de la ética estatal, por otro? ¿No resulta hiriente pensar que pudiera ser el Estado mismo, convertido en juez y parte? Juez, por cierto, dotado de los recursos de la fuerza que sólo es legítima cuando se emplea para otras cosas bien distintas de la imposición de una ética supuestamente universal.
La historia —en particular, la del siglo XX— muestra en la práctica lo que la teoría ya sabe: que cuando el Estado va más allá de sus competencias propias y se convierte a sí mismo en fuente o cauce de la moral, acaba actuando en contra de los derechos de las personas, con frecuencia de modo trágico. No es competencia del Estado imponer ninguna ética: ni religiosa, ni laica.
La ética o la moral son, por definición, una realidad prepolítica, que no está a disposición del Estado. Los ordenamientos democráticos surgidos después de la Segunda Guerra Mundial fueron muy conscientes de que ahí está la clave de su propia existencia. Por eso arbitraron los mecanismos legales apropiados para garantizar la libertad de conciencia y de enseñanza.
La libertad de enseñanza, reconocida y protegida también por la Constitución española, significa precisamente eso: que el Estado debe actuar en la educación de modo subsidiario, es decir, regulando, promoviendo y completando la actividad educativa de la sociedad, sujeto primario en ese campo.
En España, a pesar de la precaria situación legal de esta enseñanza, son en torno al 70% de los padres los que eligen la religión y moral católica para sus hijos. El Estado debe facilitarles el ejercicio de ese derecho, reconocido por la Constitución (art. 27). Con ello no impone a nadie el catolicismo, sino que respeta el derecho de quienes libremente eligen esa opción. Otros elegirán otras opciones confesionales. Para quienes no deseen ninguna enseñanza confesional, la Administración educativa no ofrecerá una ética de Estado, supuestamente universal y, por tanto, confesionalmente estatal. Les ofrecerá, por ejemplo, conocimientos sobre las culturas y las religiones; sobre las diversas éticas filosóficas y/o sobre los principios básicos del funcionamiento del Estado de Derecho.
Hay, pues, lugar para la religión en la escuela. Es el lugar que el Estado democrático reconoce a la libertad de conciencia y de enseñanza. La enseñanza de la religión y moral católica formará también buenos ciudadanos, capaces de distinguir la verdad de la mentira y dotados de la fuerza moral para optar por el bien y la justicia. Estos también conocerán el mundo de las religiones y los principios éticos aparejados a otras opciones religiosas o no religiosas, así como la distinción fundamental entre el orden político y el orden religioso/moral, porque habrán aprendido dónde se halla el origen histórico y ontológico de un principio tan relevante para la democracia: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Es decir, quienes hayan cursado bien la religión y moral católica no se habrán perdido nada de lo que el Estado ofrecerá subsidiariamente a quienes opten por las enseñanzas verdaderamente no confesionales. Los valedores de la ética universal pueden estar tranquilos. Tal ética va incluida y fundamentada en la fe católica, que no desea imponerse a nadie, pero que aporta vigor propio a la configuración del sujeto moral, es decir, al pleno desarrollo de la personalidad.
ENSEÑANZA RELIGIOSA EN LA ESCUELA
Antonio Cañizares. Cardenal
(La Razón, 16/01/2013)
Hay asuntos que parecían comúnmente admitidos. Pero no. Me refiero a la clase de Religión. Cuando el actual Gobierno ha querido justamente señalar un estatuto más adecuado que el que tenía a la enseñanza religiosa en la escuela, en seguida se han alzado voces discrepantes. No pretendo entrar en polémica, porque creo que las cosas están bastante claras. Se trata de un derecho fundamental que tienen los alumnos y padres que libremente lo soliciten. El Estado tiene la obligación de facilitar el ejercicio real de este derecho fundamental, que asiste a padres y alumnos, y a nadie perjudica, ni a nadie se impone.
La enseñanza religiosa es un aspecto fundamental en la formación integral de la persona y un elemento imprescindible en el ejercicio del derecho de libertad religiosa y de conciencia. Es un derecho garantizado por la Constitución. Sin esta garantía la Constitución no habría tenido en cuenta, en efecto, ni la formación plena del alumno ni la libertad religiosa.
Es necesario insistir en que los padres son quienes tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones y creencias, como reconoce el mandato constitucional. La enseñanza de la religión en la escuela no es un privilegio de la Iglesia Católica en el marco escolar. No es meramente una cuestión de derecho positivo de unos Acuerdos Internacionales entre el Estado Español y la Santa Sede, que, por supuesto, deben cumplirse. Estos Acuerdos no hacen otra cosa que concretar lo que corresponde a padres y alumnos –y a la misma Iglesia que tiene el deber de atender con solvencia y garantía a la solicitud que éstos hacen a la Administración–. Cuando el Estado garantiza la enseñanza de la religión y moral en la escuela cumple sencillamente con su deber; y fallaría en ese mismo deber para con los ciudadanos –y por tanto para con la sociedad– si no propiciase el libre y pleno ejercicio de este derecho o no posibilitase de manera suficiente su adecuado desarrollo.
Defender, proteger y reclamar que se cumpla este derecho en todas sus exigencias, en equiparación al resto de las otras áreas de aprendizaje o disciplinas principales, es defender, en su raíz misma, el ejercicio de las libertades fundamentales. Inhibirse, no reclamar o desproteger todo lo legítimamente exigible en este terreno, vale tanto como dejar libre el camino al recorte de otras libertades, e incluso a la desmoralización de la sociedad. Para los católicos, es un deber muy serio y una necesidad grande la formación religiosa y moral en los centros escolares, en los que se forma el hombre y la sociedad de mañana. No se trata de una cuestión ideológica, sino de derechos. Un estado democrático no debe dar la espalda al ejercicio de este derecho de padres y alumnos. Con frecuencia en ciertos medios y por algunos grupos se vierte la idea de que la clase de religión es algo atávico y una rémora para la modernización de la sociedad que la Iglesia trata de mantener empecinadamente como privilegio particular. No faltan quienes opinan que ya estaba bien como estaba la enseñanza religiosa; pero hay que reconocer que como estaba –no fue posible otra cosa– no respetaba entera y suficientemente lo que el ejercicio del derecho a la enseñanza religiosa pide, de suyo. La legislación vigente es francamente mejorable, sin lesionar nada ni nadie; el actual estatuto origina tales dificultades que repercuten en deterioro de la clase de religión. (Hay que reconocer que alumnos y profesores, a veces, tienen que superar heroicamente no pocas dificultades, que van en deterioro de la formación integral). Pienso, por otra parte, que deberíamos haber aprendido ya que el progreso económico no está unido al recorte de la libertad religiosa: y recorte sería el que la enseñanza religiosa no poseyese el estatuto propio que habría de corresponderle conforme a la naturaleza educativa de la escuela y a la necesidad de la formación integral de la persona. No caigamos en la trampa de considerar que el tema de la enseñanza religiosa escolar es un asunto privado o de la Iglesia. Es una cuestión en la que está en juego la persona y la sociedad. Se necesita un apoyo social, legislativo y efectivo a este derecho y deber, por la importancia que la enseñanza religiosa tiene para el «aprender a ser hombre», y a realizarse como persona con sentido, libre y verdadera. Lo que se haga en este terreno contribuirá al rearme moral de nuestra sociedad y a la humanización de la misma, sin lo que no hay progreso digno de llamarse así.
«El estudio de la religión en la escuela –señalaba hace unos años la Comisión Episcopal de Enseñanza– es un instrumento precioso para que los niños y los jóvenes crezcan en el conocimiento de todo lo que significa su fe, a la par que van desarrollando sus saberes en otros campos. Comprenderán que creer en Dios ilumina las preguntas más hondas que ellos llevan en el alma y que Jesucristo es la revelación plena del misterio de Dios y del camino del ser humano. Entenderán la cultura en la que viven, cuyos valores y expresiones artísticas y de todo orden hunden sus raíces en la fe cristiana. Aprenderán a valorar lo bueno que hay en otras religiones y a respetar la dignidad sagrada de todos los hombres, creyentes o no. Adquirirán una visión armónica del mundo y de la vida humana que les capacitará para ser personas más felices y ciudadanos más libres y responsables, constructores de verdadera convivencia y de una sociedad en paz».
Es necesario que la enseñanza religiosa se reclame e imparta, se dignifique y se potencie, se acredite, cada día mas ante los alumnos, padres, profesores, sociedad y se regule mejor.
Fuente: www.profesionalesetica.org
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