Un diálogo franco y abierto: Carta del Papa Emérito Benedicto XVI al matemático italiano Piergiorgio Odifreddi
Ciudad del Vaticano, 30 de agosto de 2013
Ilustrísimo señor profesor Odifreddi:
Ante todo, he de pedirle disculpas por agradecerle solo hoy el envío de su libro Caro Papa, ti scrivo [Querido Papa: Te escribo], así como por las amables líneas que, en esta ocasión por mediación del arzobispo Gänswein, ha dirigido indirectamente a mí también. Pero no quería escribir hasta haber leído su libro, y como siguen ocupándome varios trabajos, solo ahora he terminado la lectura del mismo.
Hoy, pues, quisiera darle por fin las gracias por intentar confrontarse con mi libro y, por lo tanto, con mi fe incluso en el detalle; precisamente esto es, en gran parte, lo que había pretendido con mi Discurso a la Curia Romana con ocasión de la Navidad de 2009. Debo agradecer también la lealtad con la que ha tratado mi texto, intentando sinceramente hacerle justicia.
Con todo, mi juicio sobre su libro en su totalidad es, en sí mismo, bastante contrastante. He leído algunas de sus partes con deleite y provecho. En otras, por el contrario, me han sorprendido cierta agresividad y la ligereza de la argumentación.
Me gustaría responder capítulo por capítulo, pero para ello, desgraciadamente, no son suficientes mis fuerzas. Escogeré, pues, algunos puntos que me parecen especialmente importantes.
I
Me sorprende, ante todo, que usted, en las páginas 25 y siguientes, interprete mi elección de ir más allá de la percepción de los sentidos para vislumbrar la realidad en su grandeza como «una negación explícita del principio de realidad» o como «psicosis mística», cuando yo pretendía decir precisamente lo que después, en las páginas 29 y siguientes, expone usted acerca del método de las ciencias naturales: el «trascender las limitaciones de la sensorialidad humana». Por eso estoy totalmente de acuerdo con lo que usted escribe en la página 40: «[…] la matemática presenta una profunda afinidad con la religión». En este punto no veo, por consiguiente, ningún conflicto entre su planteamiento y el mío. Si más adelante, en la página 49, usted explica que la «religiosidad verdadera […] hoy se la encuentra más en la ciencia que en la filosofía», hace una afirmación sobre la que ciertamente puede discutirse; pero me alegra que ahí usted pretenda presentar su trabajo como «religiosidad verdadera». Ahí, como de nuevo en la página 65, y después una vez más en el capítulo titulado «Su credo y el mío», usted subraya que la renuncia al «antropomorfismo» de un Dios concebido como persona y la veneración de la racionalidad constituirían la religiosidad verdadera. Coherentemente, en la página 182 de su libro, dice de manera muy drástica que «la matemática y la ciencia son la única religión verdadera; lo demás es superstición».
Ahora bien: puedo comprender, ciertamente, que se considere como antropomorfismo la concepción de la Razón primordial y creadora como Persona dotada de su propio «Yo», lo que parece ser una reducción de la grandeza –inconcebible para nosotros– del Logos. La fe trinitaria de la Iglesia, cuya presentación en mi libro refiere usted de manera muy objetiva, también expresa, en efecto y en alguna medida, el aspecto totalmente distinto, misterioso, de Dios, lo que podemos intuir siempre y solo desde lejos. A este respecto, quisiera recordar la afirmación del denominado Dionisio el Seudoareopagita, quien dice en un pasaje que, ciertamente, las mentes filosóficas sienten una especie de rechazo ante los antropomorfismos bíblicos, que consideran inadecuados. Pero el riesgo que corren estas personas ilustradas es el de juzgar después adecuada su concepción filosófica de Dios, olvidando que también sus ideas filosóficas permanecen infinitamente alejadas de la realidad de aquel que es «totalmente Otro». Así las cosas, tales antropomorfismos se revelan necesarios para superar la arrogancia del pensamiento; más aún, cabe decir que, bajo algún aspecto, los antropomorfismos se acercan más a la realidad de Dios que los meros conceptos. Por otro lado, sigue siendo válido lo que en 1215 dijo el Concilio IV de Letrán, o sea que todo concepto de Dios solo puede ser analógico, y que su desemejanza respecto al verdadero Dios siempre es infinitamente mayor que su semejanza.
Con esta premisa, hay que decir, sin embargo, que un Logos divino ha de ser también conciencia y, en este sentido, Sujeto y Persona. Una razón objetiva presupone siempre un sujeto, una razón consciente de sí.
En la página 53 de su libro, usted dice que esta distinción, que en 1968 aún podía parecer justificada, no sería sostenible ya, ante las inteligencias artificiales existentes en la actualidad. En esto usted no me convence en absoluto, dado que la inteligencia artificial es, evidentemente, una inteligencia transmitida por sujetos conscientes, una inteligencia depositada en unos aparatos, y que, por lo tanto, tiene claramente su origen en la inteligencia de los creadores humanos de dichos aparatos.
Por último, no puedo seguirle en modo alguno si en el principio pone usted no ya el Logos con mayúscula, sino el logos matemático con minúscula (pág. 85). Y es que el Logos inicial es un Logos que está por encima de todos los lógoi.
Ciertamente, el paso de los lógoi al Logos, dado por la fe cristiana junto con los grandes filósofos griegos, es un salto que no puede demostrarse simplemente, ya que conduce de lo empírico a lo metafísico, y, con ello, a otro nivel del pensamiento y de la realidad. Pero este salto es, como mínimo, tan lógico como su impugnación. Creo también que quien no pueda darlo debería, con todo, considerarlo por lo menos como una cuestión seria. Este es el punto decisivo de mi diálogo con usted, un punto que volveré a tocar al final: quisiera esperar que alguien que se interroga seriamente reconozca de todas formas ese «tal vez» del que, siguiendo a Martin Buber, hablé al principio de mi libro. Ambos interlocutores deben permanecer en estado de búsqueda. Pero a mí me parece que usted interrumpe la búsqueda de manera dogmática y no pregunta ya, sino que solo pretende adoctrinarme.
II
El pensamiento recién expuesto constituye, en mi opinión, el punto central de un diálogo auténtico entre su fe «científica» y la fe de los cristianos. Comparado con ello, todo lo demás es secundario. Por eso me permitirá usted que sea más conciso en lo que a la evolución se refiere. Ante todo, quisiera señalar que ningún teólogo serio negaría que el «árbol de la vida» en su totalidad mantenga una viva relación interna, por lo que la palabra «evolución» resulta adecuada. Asimismo, ningún teólogo serio opinará que Dios, el Creador, hubo de intervenir repetidas veces, en los niveles intermedios, de manera casi manual en el proceso del desarrollo. En este sentido, muchos ataques contra la teología en relación con la evolución están infundados. Por otro lado, resultaría útil para el avance del conocimiento que también los representantes de las ciencias naturales se mostraran más abiertamente conscientes de los problemas y que se formularan con mayor claridad todas las preguntas que permanecen abiertas en este campo.
A este respecto, siempre he considerado ejemplar la obra de Jacques Monod, quien reconoce claramente que, en última instancia, no conocemos las vías por las que se forman cada vez nuevos ADN llenos de sentido. Refuto, por lo tanto, su tesis, recogida en la página 129, según la cual las cuatro tipologías desarrolladas por Darwin explicarían perfectamente todo lo que concierne a la evolución de las plantas y de los animales, con inclusión del hombre. Por otro lado, no quisiera obviar el hecho de que, en este campo, se da mucha ciencia ficción; de ello hablaré más adelante. Además, el científico médico Joachim Bauer, de Friburgo, en su libro Prinzip Menschlichkeit [El principio humanidad] (Hamburgo 2007), ha ilustrado de manera impresionante los problemas del darwinismo social; tampoco convendría silenciar esto.
El resultado del «long-term evolution experiment» [experimento de evolución a largo plazo] del que usted habla en la página 121 no es, en modo alguno, de amplio alcance. El intento de contracción del tiempo sigue siendo, a fin de cuentas, ficticio, y las mutaciones obtenidas son de escasa envergadura. Pero, por encima de todo, el hombre, como demiurgo, tiene que intervenir una y otra vez con su aportación: algo que en la evolución queremos precisamente excluir. Estimo, además, muy importante que usted, no obstante, reconozca también en su «religión» tres «misterios»: la cuestión acerca del origen del universo, la del surgimiento de la vida y la del origen de la conciencia de los seres vivos más desarrollados. Obviamente, en ello también considera usted al hombre como una de las especies de los simios, por lo que pone sustancialmente en duda la dignidad del hombre; sin embargo, el surgimiento de la conciencia sigue siendo, para usted, una cuestión abierta (pág. 182).
III
En varias ocasiones usted me hace notar que la teología sería ciencia ficción. Me sorprende, pues, que considere mi libro digno de una discusión tan detallada. Permítame que le proponga cuatro puntos relacionados con esta cuestión:
1. Es correcto afirmar que «ciencia», en el sentido más estricto de la palabra, lo es solo la matemática, mientras que de usted he aprendido que aquí también habría que distinguir adicionalmente entre la aritmética y la geometría. En cada disciplina específica, la cientificidad tiene su propia forma, según la particularidad de su objeto. Lo esencial es que aplique un método verificable, excluya lo arbitrario y garantice la racionalidad en sus respectivas y diferentes modalidades.
2. Usted debería reconocer, por lo menos, que, en el ámbito histórico y en el del pensamiento filosófico, la teología ha producido resultados duraderos.
3. Una función importante de la teología estriba en mantener a la religión vinculada a la razón, y la razón a la religión. Ambas funciones son de importancia esencial para la humanidad. En mi diálogo con Habermas mostré que existen patologías de la religión y patologías de la razón, no menos peligrosas que aquellas. Las dos funciones se necesitan mutuamente, y mantenerlas continuamente conectadas es un importante cometido de la teología.
4. Por otro lado, la ciencia ficción se da en el ámbito de muchas ciencias. Lo que usted expone sobre las teorías acerca del inicio y del fin del mundo de Heisenberg, Schrödinger, etc., yo lo designaría como ciencia ficción en el buen sentido del término: se trata de visiones y anticipaciones para alcanzar un conocimiento verdadero, pero solo son, precisamente, imaginaciones con las que intentamos aproximarnos a la realidad. Existe, además, la ciencia ficción «a lo grande», precisamente también en el seno de la teoría de la evolución. El gen egoísta de Richard Dawkins constituye un ejemplo clásico de ciencia ficción. El gran Jacques Monod escribió frases que él mismo debió de insertar en su obra seguramente solo en calidad de ciencia ficción. Cito: «La aparición de los vertebrados tetrápodos […] tiene precisamente su origen en el hecho de que un pez primitivo “optara” por ir a explorar la tierra, en la que, sin embargo, era incapaz de desplazarse más que brincando torpemente, creando así, como consecuencia de una modificación de su comportamiento, la presión selectiva merced a la cual se desarrollarían los poderosos miembros de los Tetrápodos. Algunos de los descendientes de tan audaz explorador, de aquel Magallanes de la evolución, pueden correr a una velocidad superior a los 70 kilómetros por hora…» (citado según la edición italiana: Il caso e la necessità, Milán 2001, págs. 117s.).
IV
En todas las temáticas debatidas hasta ahora, se trata de un diálogo serio, por el que le estoy agradecido, como ya he dicho en repetidas ocasiones. Las cosas cambian al llegar al capítulo sobre el sacerdote y sobre la moral católica, y aún más en los capítulos sobre Jesús. Respecto a lo que usted dice acerca del abuso moral de menores de edad por parte de sacerdotes, solo puedo asumirlo –como usted bien sabe– con profunda consternación. Nunca he intentado encubrir semejantes cosas. Que el poder del mal penetre hasta este punto en el mundo interior de la fe constituye para nosotros un sufrimiento que, por un lado, debemos soportar, mientras que, por otro, debemos hacer todo lo posible para que no se repitan casos como estos. Tampoco es motivo de consuelo saber que, según los estudios de los sociólogos, el porcentaje de sacerdotes reos de estos crímenes no es más alto que el que presentan otras categorías profesionales similares. En cualquier caso, no debería presentarse ostentosamente esta desviación como si se tratara de una indecencia específica del catolicismo.
Si no es lícito silenciar el mal presente en la Iglesia, tampoco debe silenciarse la larga y luminosa estela de bondad y de pureza que la fe cristiana ha trazado a lo largo de los siglos. Hay que recordar las figuras grandes y puras que la fe ha producido: desde Benito de Nursia y su hermana Escolástica a Francisco y Clara de Asís, a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, a los grandes santos de la caridad como Vicente de Paúl y Camilo de Lelis hasta la madre Teresa de Calcuta y las grandes y nobles figuras del Turín decimonónico. Y hoy también sigue siendo verdad que la fe impulsa a muchas personas al amor desinteresado, al servicio a los demás, a la sinceridad y a la justicia. Tampoco puede ignorar usted cuántas formas de ayuda desinteresada a los dolientes se hacen realidad a través del servicio de la Iglesia y de sus fieles. Si se desvaneciera todo lo que se lleva a cabo por estos motivos, tendría lugar un derrumbamiento social de amplio alcance. Por último, tampoco se debe silenciar la belleza artística que la fe ha dado al mundo, lo que en ningún lugar se ve mejor que en Italia. Piense también en la música inspirada por la fe, empezando por el canto gregoriano hasta Palestrina, Bach, Mozart, Haydn, Beethoven, Bruckner, Brahms, etc.
V
Lo que usted dice sobre la figura de Jesús no es digno de su rango científico. Si plantea la cuestión como si de Jesús, en el fondo, no se supiera nada y como si de él, como figura histórica, nada pudiera comprobarse, solo puedo invitarle con determinación a adquirir algo más de competencia desde un punto de vista histórico. Para ello le recomiendo, sobre todo, los cuatro volúmenes que Martin Hengel (exégeta de la Facultad Teológica protestante de Tubinga) ha publicado en colaboración con Maria Schwemer: se trata de un excelente ejemplo de precisión y de amplísima información histórica. Ante esto, lo que usted dice acerca de Jesús es un discurso irreflexivo que no debería repetir. Que, en la exégesis, también se hayan escrito muchas cosas de escasa seriedad es, por desgracia, un hecho irrefutable. El seminario estadounidense sobre Jesús citado por usted en las páginas 105 y siguientes se limita a confirmar, una vez más, lo que Albert Schweitzer había señalado en relación con la «Leben-Jesu-Forschung» (Investigación sobre la vida de Jesús), o sea que el denominado «Jesús histórico» es, en su mayor parte, el espejo de las ideas de sus autores. Pero tales formas malogradas de labor historiadora no ponen en entredicho la importancia de la investigación histórica seria, que nos ha posibilitado conocimientos verdaderos y seguros acerca del anuncio y de la figura de Jesús.
En la página 104, usted llega al punto de plantear la pregunta de si Jesús no fue acaso uno de los muchos embaucadores que, con magias y trucos, han seducido al pueblo inculto. Y aunque esto queda expresado solo en forma de pregunta y –a Dios gracias– no se enuncia en forma de tesis, el respeto ante lo que para otros constituye una realidad sagrada debería impedirle proferir este tipo de injurias (cf. también la expresión «necia charlatanería», en la página 104).
Además, he de rechazar enérgicamente su afirmación (pág. 126) según la cual yo habría presentado la exégesis histórico-crítica como un instrumento del anticristo. Al tratar del relato de las tentaciones de Jesús, solo me limité a retomar la tesis de Soloviev, según la cual la exégesis histórico-crítica puede ser utilizada también por el anticristo, lo que constituye un hecho irrefutable. Empero, al mismo tiempo, siempre he aclarado de manera evidente –y especialmente en el prólogo al primer volumen de mi libro sobre Jesús de Nazaret– que la exégesis histórico-crítica es necesaria para una fe que no propone mitos con imágenes históricas, sino que reclama una historicidad auténtica y que, por consiguiente, debe presentar la realidad histórica de sus afirmaciones también de manera científica. De ahí que tampoco sea correcto que usted diga que solo me he interesado por la metahistoria: antes al contrario, todos mis esfuerzos tienen como objetivo mostrar que el Jesús que se describe en los Evangelios es también el Jesús histórico real; que se trata de historia realmente acontecida.
Llegado a este punto, quisiera señalar también que su exposición del «crede ut intellegas» no concuerda con la modalidad agustiniana del pensamiento, que es la que me orienta: para Agustín, el «crede ut intellegas» y el «intellege ut credas» van inseparablemente unidos de una manera específica propia. A este respecto, remitiría al artículo «Crede ut intellegas», de Eugene TeSelle, en el Augustinus-Lexikon (ed. C. Mayer), vol. 2, Basilea 1996-2002, cols. 116-119).
Me permito observar, además, que, en materia de cientificidad de la teología y de sus fuentes, usted debería mostrar mayor cautela en sus afirmaciones históricas. En la página 109, nos dice que al relato de la transformación del agua del Nilo en sangre (Ex 7, 17ss.) le correspondería, en el Evangelio de Juan, la transformación del agua en vino durante las Bodas de Caná. Esto, naturalmente, es un contrasentido. La transformación del agua de Nilo en sangre es un flagelo que, durante algún tiempo, sustrajo a los hombres el elemento vital del agua con el fin de ablandar el corazón del faraón. La transformación del agua en vino en Caná es, por el contrario, el don de la alegría nupcial que Dios ofrece con abundancia a los hombres; es una alusión a la transformación del agua de la Torá en el vino exquisito del Evangelio. En el Evangelio de Juan está presente, desde luego, la tipología de Moisés, pero no en este pasaje.
VI
Con el capítulo 19 de su libro volvemos a los aspectos positivos de su diálogo con mi pensamiento. Antes, sin embargo, me permito corregir otro pequeño error suyo. En mi libro no me he basado en el Symbolum Nicæno-Constantinopolitanum –cuyo texto usted proporciona loablemente al lector–, sino en el que se denomina Symbolum Apostolicum, cuyo núcleo consiste en la profesión de fe de la ciudad de Roma; profesión que seguidamente, a partir del siglo III, fue extendiéndose cada vez más en Occidente, con diferentes y pequeñas variantes. A partir del siglo IV fue considerado como si hubiera sido redactado por los propios Apóstoles, aunque en Oriente permaneció ignorado.
Pero pasemos ahora a su capítulo 19: si bien su interpretación de Juan 1, 1 está muy alejada de lo que el Evangelista pretendía decir, existe, sin embargo, una convergencia importante, aunque si usted quiere sustituir a Dios por «la Naturaleza» sigue en pie la pregunta de quién o qué es esa naturaleza. En ningún lugar la define usted, por lo que parece tratarse de una divinidad irracional que nada explica. Quisiera, sin embargo, señalar que, en su religión de la matemática, tres temas fundamentales de la existencia humana permanecen sin considerar: la libertad, el amor y el mal. Me sorprende que usted liquide con una sola alusión la libertad, que, sin embargo, ha sido y es el valor que sustenta la época moderna. En su libro, el amor no aparece, ni hay en él información alguna sobre el mal. Con independencia de lo que la neurobiología diga o deje de decir sobre la libertad, en el drama real de nuestra historia esta está presente como realidad determinante, y ha de tenerse en cuenta. Pero su religión matemática no conoce respuesta alguna a la cuestión de la libertad, ignora el amor y no nos aporta ninguna información sobre el mal. Y una religión que omite estas preguntas fundamentales permanece vacía.
Ilustrísimo señor profesor: Mi crítica a su libro es, en parte, dura. Pero la franqueza forma parte del diálogo; solo así puede crecer el conocimiento. Usted ha sido muy franco, por lo que aceptará que yo también lo sea. En todo caso, sin embargo, valoro muy positivamente el hecho de que usted, a través de su confrontación con mi Introducción al cristianismo, haya buscado un diálogo tan abierto con la fe de la Iglesia católica y que, pese a todas las diferencias, en el ámbito central no falten del todo las convergencias.
Con mi cordial saludo y mis mejores votos para su labor.
BENEDICTUS XVI – Joseph Ratzinger
(Original italiano; traducción de ECCLESIA)
Fuente: www.revistaecclesia.com
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