«UNA MUERTE DIGNA NO IMPLICA AUSENCIA DE DOLOR»

De la comparecencia de don Eudaldo Forment Giralt, catedrático de Metafísica de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona para informar sobre la materia objeto de estudio de la Comisión sobre la Eutanasia. (Comisión especial de estudio sobre la eutanasia, Diario de Sesiones del Senado, 26 de octubre de 1999).

 

Señora Presidenta, señorías, deseo expresarles, en primer lugar, mi gratitud por su invitación, que me honra, y, en segundo lugar, mi intento de aportar una mayor claridad en el debate sobre la eutanasia, tremendamente complejo, para que ello les pueda ser útil en la responsabilidad que se les ha confiado.

Lo intentaré desde la Filosofía, entendida en su concepción clásica de saber sapiencial, de búsqueda del sentido último y global de la vida y, más concretamente, lo voy a hacer desde la dimensión metafísica, que procura realizar el paso del fenómeno o lo superficial al fundamento, a lo que Kant llamaba lo nouménico, y también lo intentaré hacer desde la dimensión antropológica, fundada en la primera, en cuanto que justifica el concepto de dignidad de la persona, en definitiva, lo que nuestro Séneca sintetizó en el aforismo moral «homo rex sacra homini», «el hombre es algo sagrado para el hombre».

Es innegable que en la discusión actual sobre la eutanasia hay una gran confusión y creo que uno de los principales motivos es porque las palabras que se utilizan no se emplean siempre en el mismo sentido.

Por esto, con el fin de ser más claro en mi intervención, propongo un significado preciso, en el que creo que podrían coincidir todos, tanto los partidarios, como los no partidarios. Sería el siguiente: la eutanasia es causar la muerte de otro para evitar sufrimientos considerados insoportables, a petición de esa persona, o bien por considerar que su vida no es digna.

Según esta definición, para que se dé la eutanasia se requieren tres elementos esenciales. En primer lugar, la intención de dar muerte. No es eutanasia una muerte por imprudencia o por accidente. Tampoco lo es aplicar un tratamiento necesario para aliviar el dolor pero que acorta la vida, que es un efecto secundario, como después explicaré. No es eutanasia tampoco la renuncia a una terapia desproporcionada, que es lo que se llama el encarnizamiento terapéutico, y a veces, a estos dos actos médicos a los que me he referido se les llama eutanasia pasiva. En mi opinión, ésto crea confusión porque, aunque sean prácticas corrientes de los médicos, no se les puede denominar así puesto que precisamente no existe la intención de dar muerte y, entonces, la confusión está en que parece que haya eutanasias morales o permitidas.

El segundo elemento de la eutanasia es buscar la muerte del otro. No hay propiamente una  eutanasia autónoma, la autoeutanasia, es decir, el suicidio. Sí, en cambio, es eutanasia ayudar o cooperar al suicidio que se pide por estos motivos de sufrimiento, de dolor.

Y el tercer elemento es que exista precisamente el sentimiento subjetivo de eliminar el dolor, un sentimiento que es de compasión. Si falta este elemento, si se da muerte a otro pero no por compasión, entonces diríamos que es una forma de homicidio, lo que revela que la eutanasia es una forma de homicidio que se podría llamar homicidio por compasión. La eutanasia es siempre una forma de homicidio porque un hombre da muerte  a otro por un acto positivo o por omisión y, por tanto, se viola le ley moral de no matar. No obstante, sus defensores no utilizan por lo general esta expresión, sino otras más aceptables, de una manera consciente o inconsciente, como proporcionar una muerte dulce, una muerte digna. Pero lo cierto es que la eutanasia implica algo que considero que no es esencial: un ser humano mata o da muerte a otro, consciente y deliberadamente, aunque la intención sea buena y los medios sean poco llamativos.

A veces también se discute la clasificación de los distintos tipos de eutanasia, directa, indirecta, pero creo que es poco relevante, que no interesa, por lo menos en mi exposición, ni tampoco otros nombres afines a la eutanasia, como distanasia, ortotanasia, referidos a retrasar el advenimiento de la muerte por todos los medios. Los aspectos terminológicos son de gran importancia, aunque el debate se refiere a algo que no es lingüístico, sino esencial, que es la dignidad del ser humano y sus derechos. Por tanto, el problema no es una cuestión religiosa o ideológica que pertenezca a la íntima conciencia individual y que, por consiguiente, mientras no sea obligatoria, puede aceptarse en una sociedad democrática, que admite el pluralismo, porque es un problema que afecta, según dicen, simplemente a la conciencia de cada uno. Mi tesis es que no es así, sino que afecta a la dignidad de la persona, y esto es algo que debe ser asumido por la sociedad y por sus autoridades.

Se advierte que alcanza la concepción de la dignidad personal porque la principal razón que se aduce para legitimar la eutanasia es que se tiene derecho a una muerte digna, expresamente querida por quien padece sufrimientos atroces, y ante estas agonías interminables se debería permitir que el enfermo decidiera voluntaria y libremente que no se aumentase ya más su sufrimiento, que se le ayudase a morir, a tener una muerte digna, que así sería la expresión final de una muerte digna.

En este argumento que hemos leído y oído todos muchas veces hay una grave confusión entre la dignidad de la vida y la dignidad de la persona. La dignidad del hombre no está en el modo de vivir, sino en su ser personal. La persona tiene siempre la misma dignidad desde su inicio hasta su fin, esté en las condiciones que esté, de salud, de enfermedad, de riqueza, de raza, de pensamiento. La dignidad personal no se fundamenta nunca en aspectos biológicos, éticos o de otro tipo. Podría dar una profunda explicación metafísica siguiendo la definición clásica de un pensador romano, Boecio, que después asumió San Agustín y Santo Tomás —no voy a hacerlo ahora por falta de tiempo y porque no creo que sea el momento—, pero simplemente les voy a decir que desde una metafísica del ser, desde una metafísica de lo más profundo de la realidad, del último sentido de las cosas, la persona, a diferencia de todo lo demás, expresa directamente este núcleo esencial, este acto que explica racionalmente la realidad, por cierto, misterioso, y que este ser propio de cada persona es el que le da su carácter permanente. Siempre se es persona actual, nunca se es persona en potencia, siempre en acto, además siempre se es persona en el mismo grado. Si colocáramos el constitutivo formal de la persona en alguna propiedad esencial, por ejemplo, la salud, el hombre no sería siempre persona, porque cambia y no siempre tenemos salud. Además, habría categorías de personas: desde las que tienen más salud hasta las que tienen menos salud. La dignidad personal, esta realidad misteriosa, se encuentra en todos los hombres. Un enfermo, un moribundo, es tan persona como alguien que esté sano. Por esta realidad personal todos los hombres son iguales entre sí en cuanto personas; en cuanto naturalezas, en cuanto propiedades, son diferentes: unos tienen más inteligencia, otros menos, otros son más altos o más bajos, pero en cuanto personas los hombres somos absolutamente iguales.

Por otra parte, tenemos la máxima dignidad real, ontológica, metafísica, y creo que es muy conveniente que todos recordemos esto, porque hoy en día parece que se valore sólo la persona por su capacidad de hacer y producir. La persona hay que valorarla por su ser. Decía Santo Tomás, este autor medieval, mediterráneo, que la persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza. La persona es lo más importante, una persona, un hombre, es más importante que Madrid, que Barcelona, o que cualquier ciudad europea. La persona es lo más importante de todo. Por ello, los derechos humanos se fundamentan en esta dignidad personal y el más importante es el derecho a la vida, que es un derecho primordial, básico, y a él se refiere la salud. Por consiguiente, desde esta doctrina se puede decir que el derecho a la vida que deriva de la dignidad de la persona es un derecho que tiene todo hombre por ser persona o, si quieren ustedes, en un lenguaje menos metafísico, por pertenecer a la especie humana. La enfermedad no afecta a este derecho, no se puede hacer depender el derecho a la vida a la calidad de ésta, a una mala calidad de vida. El dolor y la muerte no sirven para medir la dignidad humana, no son controles de calidad. La vida humana es siempre vida personal y goza de la dignidad de la persona. Esto es un convencimiento básico de la humanidad, que ha ido progresando moral y jurídicamente en todos los hombres y en todas las naciones y, por supuesto, afirmado y protegido por todas las sociedades. Una muerte digna no implica ausencia de dolor. No es un criterio apto para medir la dignidad humana. Hay igual dignidad en una muerte que se acepta, en la que el dolor que se afronta con sus consecuencias, con un gran ánimo, que una muerte en la que se solicita que no haya dolor y que, por consiguiente, pueda indirectamente retrasarse. El ser humano siempre es digno y en el umbral de la muerte conserva su misma dignidad, sufra o no sufra. Por tanto, la eutanasia no es un signo de civilización, no es un signo de progreso. Puede dar esta falsa apariencia porque parece que sea una forma más de luchar contra el dolor, en lo que, por cierto, la medicina ha adelantado muchísimo. Lo que ocurre es que no se puede fundamentar la dignidad humana en la ausencia de dolor. Lo indigno es basar la dignidad del hombre en el hecho de que no sufra. La dignidad humana, repito, se fundamenta en la dignidad personal. Aquí hay también un problema filosófico, y es que en nuestra época, por muchos motivos que ahora no vienen al caso, hay una gran difusión del hedonismo y no se comprende ya lo que es el dolor. Los antiguos, por ejemplo, los griegos, daban una gran importancia al dolor, piensen ustedes en la tragedia y en todos los héroes. El héroe sabía asumir el dolor, el héroe o el hombre en general se educaba con el sufrimiento. Decía un pensador catalán de principios de siglo, Torras i Bages, que el sufrimiento es algo necesario en la vida, es un ingrediente de la vida, y que si alguien no  tuviera dolor, la vida se volvería asquerosa. Añadía: piensen ustedes en un hombre que no tuviese nunca dolor de cabeza, ninguna contrariedad, que todo le ocurriese a su placer, que nadie le contradijese, que todo el mundo le diese la razón, que todo el mundo le obsequiase; este hombre viviría en una atmósfera en la que se ahogaría, la vida sería insoportable. El dolor sirve para humanizar, el dolor educa, el dolor no destruye al hombre, sino que le permite engrandecer. Por esto, el dolor proporciona la sabiduría. Decía también Torras i Bages que el dolor ha hecho más sabios que las universidades o las ciencias, porque el dolor te enseña a ver lo que es la vida, la limitación humana, las dos caras que tiene, siempre que hay luz hay también sombra. Por consiguiente, es un bien aceptar el hecho cierto e inevitable del dolor, aunque también es bueno, y muy bueno, intentar luchar para mitigarlo. Además, el dolor implica otra virtud o cualidad, y es que puede transformarse en amor. Quien no sabe lo que es el dolor no sabe amar. Porque en todo amor hay dolor. En definitiva, el amor es dárse a los demás, y para darse a los demás tenemos que vencer nuestro egoísmo, y el egoísmo se vence con dolor.

Por supuesto que el dolor humano hay que combatirlo con cuidados integrales. A la persona que sufre hay que ayudarla en este sentido, pero también hay que respetarla, con una actitud de humildad, de paciencia, de misericordia. En realidad, el que sufre nos está haciendo un bien, porque nos está demandando con su dolor un servicio y un respeto amoroso.

No quiero insistir más en esta cuestión. El dolor, como la persona, es como el amor, como todas las cosas importantes en la vida, es un misterio y el hombre tiene que aceptarlo y respetarlo. Con esto quiero decir que jamás ninguna persona es inútil; tampoco lo es la persona que sufre, incluso puede decirse que la persona que sufre es más útil porque, al afrontarlo valientemente y asumirlo íntegramente, sin perder la esperanza, alcanza una expresión muy alta de la naturaleza humana, es un ejemplo para los demás.

En la actitud eutanásica parece descubrirse un intento de servicio, porque hay algo bueno, que es el sentimiento de compasión, de piedad ante el que sufre. Pero la sensibilidad subjetiva nunca puede ser fuente de moralidad de los actos. Si fuese así, no tendría ningún sentido todo el ordenamiento jurídico. Los sentimientos puede que quiten responsabilidad, incluso que la anulen —es una circunstancia—, pero no cambian la moralidad del acto; un sentimiento no puede hacer que lo que sea malo se convierta en bueno o a la inversa. Insisto en que un fin o un motivo subjetivo, por muy loable que sea, no justifica un medio malo. La verdadera piedad y compasión no consiste en quitar la vida al que sufre, sino en ayudarle. Lo humano no es matar a los disminuidos, a los enfermos, a los moribundos, sino estar junto a ellos.

Decía uno de los grandes especialistas sobre el tema de la muerte, el francés Philippe Ariés, que en nuestra época la muerte se esconde. Parece que el hombre no quiere afrontar la muerte; no está en nuestra sociedad y que esto es negativo porque la muerte forma parte  de la vida; es nuestra vida, nacemos y morimos, y esto se nota incluso en que la muerte está escondida, oculta, no hay signos, no hay luto, no hay todo lo que hasta ahora había en nuestra civilización.

También el psiquiatra Viktor Frankl decía que la muerte, el dolor y el sufrimiento son una triada trágica del hombre y que lo que hay que enseñar al hombre para no tener depresiones, para no tener enfermedades psíquicas, es a afrontar, a encontrar un sentido en el dolor, un sentido en la muerte, un sentido en todo sufrimiento; de esta manera, el hombre satisface este afán de sentido, que es necesario para la salud psíquica. A pesar de ello, es muy natural que se tenga miedo a morir, y sobre todo a hacerlo de un modo doloroso. Muchas veces los médicos nos explican que el enfermo que sufre, cuando pide que lo maten —puede pasar alguna vez aunque no es frecuente—, lo que está pidiendo es que le alivien el padecimiento, que le alivien la soledad, que le comprendan, que le den afecto, y si se le atiende en este sentido deja de solicitar la muerte.

Hay que reconocer que el moribundo tiene derecho a una muerte auténticamente digna, pero esta dignidad, en la cual hay que incluir el derecho que tiene a conocer su verdadera situación, el derecho a decidir sobre las intervenciones a las que se le ha de someter, el derecho a no sufrir inútilmente, se refiere también al derecho a recibir consuelo y esperanza que alivien su sufrimiento moral.

En realidad esto siempre lo han hecho los médicos. Recuerden aquel aforismo que dice: si el médico no puede curar tiene que aliviar y, si tampoco puede aliviar, lo que tiene que hacer es consolar. Lo que ocurre es que, hoy en día, la medicina paliativa, que es ya una especialidad médica, ha progresado en la creación de unidades de cuidados paliativos, formados por equipos de especialistas en los cuales se atiende al enfermo y se le ayuda en este sentido a morir; no se le mata, sino que se le ayuda en el trance de la muerte, porque ayudar a morir no es lo mismo que matar.

La eutanasia no es solamente inmoral, como he expuesto hasta ahora, sino que es también irracional porque, si se piensa bien, el homicidio por compasión ante el dolor es algo absurdo, ya que en nuestra época la medicina ha progresado tanto en el tratamiento de los enfermos terminales que hoy en día es posible aliviar el dolor casi en su totalidad —no voy a decir si al 90 ó 95 por ciento—, e incluso el dolor no adelanta tampoco la muerte.

Quiero decir una cosa —voy terminando—, y es que la medicina paliativa —a veces es un error que se difunde—, no es una alternativa a la eutanasia, porque la medicina paliativa es  en acto médico, es algo propio del médico; la eutanasia no es un acto médico, no es algo  propio de la medicina, porque lo que tiene que hacer el médico es curar, y fíjense que no pertenecen a la misma especie: el color blanco y el color negro son opuestos porque están en la misma especie del color; pero la eutanasia es un acto homicida, y lo que hace el médico, al ayudar con los cuidados paliativos, es un acto médico en el cual se respeta la dignidad humana. Los cuidados paliativos son opuestos al encarnizamiento terapéutico, que sería mejor que lo llamásemos obstinación terapéutica. Muchas veces los médicos continúan el tratamiento sin esperanza de vida por un celo excesivo, porque están acostumbrados, habituados a luchar contra la muerte.

El paciente puede renunciar a este tratamiento indebido; a veces no, en ocasiones puede haber un enfermo que por un acto generoso, por bien de la humanidad permite que experimenten con él algún tratamiento, pero tiene incluso también el derecho a interrumpirlo. Ahora bien, la obstinación terapéutica, este encarnizamiento o ensañamiento —como le llaman algunos— es incorrecto si no se hace por el bien del enfermo, sino simplemente utilizándole como si fuera una cosa. Sería totalmente inmoral. Hay que recordar que la persona, como decía Kant, es un fin en sí misma; o como decía un profesor de la Universidad de Barcelona, Bofill, «la persona es un ser capaz de amar y de ser amado con amor de donación». A las cosas se las quiere con amor de posesión; las cosas son para mí, para utilizarlas, y en el fondo el amor a las cosas no es amor a ellas, sino  que es amor a mí mismo. Si cuido mi coche no es para que el coche sea feliz, sino para que lo sea yo. En cambio, a las personas no hay que tratarlas nunca como cosas, hay que tratarlas como seres capaces de recibir y de dar amor y siendo un fin en sí mismas, en el cual yo me doy.

Ésta es una tesis muy importante porque, como decía también Santo Tomás al empezar un libro de metafísica, el «Comentario a la metafísica, de Aristóteles»: todas las ciencias y las artes tienen un solo fin, se ordenan a una sola cosa: a la perfección del hombre que es su felicidad. Todo está para el hombre; la medicina está para servir al hombre, para ayudarle. Por lo tanto, cuando cambia este fin, es inmoral, es incorrecto.

No obstante, debemos reconocer que hay casos concretos en que la distinción entre lo que es obstinación terapéutica y lo que son cuidados solícitos y constantes, que son obligatorios para el médico, es difícil de determinar. El criterio moral es que hay que dejar de emplear tratamientos extraordinarios o desproporcionados, como se dice hoy en día, y que las decisiones deben ser siempre tomadas por el paciente o bien por los que poseen derechos legales y siempre que no haya una voluntad suicida. En realidad, es un problema de intención. Lo importante es la intención y ésta sólo la puede medir el médico.

La obstinación terapéutica —lo he señalado al principio e insisto otra vez— no es eutanasia pasiva, porque aquí no se busca la muerte, sino que se permite que venga naturalmente. Algo parecido ocurre también cuando se emplean analgésicos para evitar el dolor y, como consecuencia, se adelanta la muerte. En los dos casos lo importante siempre es la intención. El hombre, el médico, tiene que seguir el dictamen de su conciencia y tiene que saber distinguir y formar su conciencia o pedir consejo. No es una situación tan rara. A un juez le pasa exactamente lo mismo. Tiene que aplicar la ley y, a veces, tiene que decidir en un caso concreto, y con dudas. Yo mismo, como profesor, aunque sé que tengo que hacer justicia, a veces tengo mis dudas entre un aprobado y un suspenso. Esto mismo le ocurre al médico.

Pero aquí el problema esencial es el de la intención. Cuando no hay intención de matar, no hay eutanasia. Es lo que se llama el voluntario indirecto. Decía la moral clásica, y a mí me parece muy verdadero, que un acto voluntario indirecto es un acto en el cual surge no solamente un efecto bueno, que es la obligación que tiene el hombre siempre de hacer el bien, sino también uno malo. Es decir, que el mal se intenta indirectamente. La regla moral es que no es lícito realizar acciones malas, incluso para alcanzar fines buenos, pero se permite este voluntario indirecto siempre que se cumplan estas condiciones: en primer lugar, que la acción tiene que ser buena en sí misma. En segundo lugar, que el efecto inmediato sea siempre el acto bueno y no el malo. Por ejemplo, una persona que quisiera robar para dárselo a los pobres sería inmoral, porque primero utiliza algo malo para un fin bueno. En tercer lugar, debe intentarse únicamente el efecto bueno y permitir el malo, tolerarlo, y además, tal y como hace el médico, con disgusto, con desagrado. En cuarto lugar, que exista una proporción entre el bien que se quiere lograr y el mal que se permite. En los dos casos extremos en que se encuentra el médico y que les he citado, el mal es que se puede adelantar la muerte o se puede no causarla directamente, sino indirectamente.

Termino —porque no me quiero pasar del tiempo que se me ha concedido, y creo que ya lo he hecho— diciendo que la cesación de los cuidados inútiles y la suministración de analgésicos no dan nunca al médico el poder de realizar el acto positivo de provocar la muerte. La Humanidad ha progresado muchísimo retirando a los gobernantes y a los jueces el poder de decretar la muerte, y ahora sería muy extraño que se lo otorgasen a los médicos o a otras personas y que los médicos se convirtiesen en verdugos.

Tampoco tiene este poder el individuo. No se tiene derecho al suicidio. Nadie tiene derecho a matarse, e incluso es un delito ayudar a otra persona a suicidarse. Por otra parte, en casi todos los países existe el deber moral, incluso legal, de prestar ayuda a alguien que está en peligro de muerte, y también es un delito el no hacerlo, porque la persona tiene derecho a que los demás la ayuden cuando está en peligro.

En los argumentos sobre la eutanasia se emplea a veces la expresión, muy importante, de que mi vida es sólo mía, que puedo hacer con ella lo que quiera, que nadie puede decirme lo que tengo que hacer con mi vida, que tengo derecho a vivir, etcétera. Esto no es cierto, porque la vida es mía sólo relativamente. Yo soy responsable de ella, y no es un bien absoluto. No es una propiedad privada de la cual yo pueda usar y abusar. La vida es algo anterior a mí, y es indisponible, es un patrimonio recibido que yo administro. Si yo lo administro mal y practico el suicidio, quedan perjudicados mis familiares y la misma Humanidad. De manera que el que se suicida, no solamente decide sobre su propia vida, sino también sobre la de los demás. Por esto se ha interpretado siempre que la sociedad tiene derecho a alimentar forzosamente o a dar tratamientos normales, que no implican riesgos, a quien se niega a comer o a recibirlos. El suicidio es ilícito.

El derecho a la vida, además de indisponible, es irrenunciable. La vida es un bien irrenunciable. No se puede negociar con nadie, ni siquiera con nosotros mismos. Es intocable. Nos es extraño. También lo son la libertad o, por ejemplo, la educación. A alguien que no quiera ser educado se le obliga a educarse. Lo mismo sucede con las condiciones dignas del trabajo. Por ello, el Estado debe respetar y hacer respetar los derechos fundamentales de la persona, sobre todo los que se consideran irrenunciables, y debe hacerlo porque es la base de la dignidad humana y de la convivencia.

La negación de la licitud del suicidio no implica una violación del derecho a la libertad, porque ésta no es el poder para hacer cualquier cosa, sino que tiene que estar al servicio del bien de la misma persona. La libertad es para hacer el bien.

En conclusión, creo que como filósofo, con solemnidad, serenidad y ecuanimidad —cosa difícil en este tema—, y sin prejuicios, desde un tratamiento exclusivamente racional tengo que decir que la vida es un bien que supera el poder tanto del individuo como del Estado, y  por ello la eutanasia es moralmente inaceptable, aunque algunas personas la defiendan -y con muy buena fe—, porque es un homicidio que hay que rechazar y excluir como criterio  ético y legal, por ser contrario a la dignidad del ser humano y peligroso para la convivencia social y la regulación de las relaciones entre los ciudadanos.

La decisión que tendrán que tomar sus señorías implica, por tanto, una gran responsabilidad personal.

Muchas gracias.

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