18/01/2012 – Editorial
Una vez más, ha sido noticia la sentencia favorable a una profesora de Religión que en su momento fue despedida por vivir en pareja sin estar casada. Se trata de hechos ni mucho menos frecuentes, pero de cuando en cuando se producen y algunos medios de comunicación dedican extensas superficies de papel impreso a ellos, y también ocupan espacios de televisión. No hay que desbordar con una exagerada importancia estos hechos, pero hemos de aprovecharlos para establecer unos criterios claros.
La enseñanza de Religión católica en la escuela, que es un derecho que tienen todas las familias, exige por parte de quien tiene a cargo esta responsabilidad un código deontológico. Lo que sucede en este caso es específico, aunque por poco que se reflexione se verá que no lo es tanto como parece. La especificidad radica en que la forma de vivir de quien explica la religión ha de ser coherente con lo que enseña, de lo contrario se produce una dicotomía inaceptable, contradictoria y absolutamente antipedagógica. Para enseñar la religión no basta con saber determinadas cosas, también hay que vivirlas, porque la religión o es práctica o no es nada. Estas son cuestiones elementales que deben ser preservadas y que el Estado debe aceptar, también los jueces, a partir del momento que establece unos acuerdos con la Iglesia. Estos acuerdos tienen consecuencias y tienen que ser asumidas en su plenitud, y si el marco jurídico no es perfectamente acorde con ellas es necesario revisarlo. Lo que no se puede hacer en nombre de la ley es pedir a una determinada confesión religiosa que precisamente sus maestros puedan vivir de manera contraria a lo que enseñan, esto es un despropósito.
Pero no se trata solo del hecho de la religión. Por poco que meditemos, nos daremos cuenta de que cada ámbito del conocimiento tiene también unas elevadas exigencias en cuanto a las creencias y actitudes del sujeto que lo imparte. ¿Aceptaría la comunidad científica actual un profesor de ciencias que escribiera artículos o diera conferencias que fueran contrarias a la teoría de la evolución de las especies? Claro que no, se montaría una escandalera enorme y se pediría a esta persona que dejara de enseñar. La propia comunidad científica, en nombre de un determinado consenso, diría que no es posible combinar una buena enseñanza con quien en su vida personal proclama algo absolutamente contrario a la misma. Imaginémonos un profesor de derecho, ¿sería aceptado si fuera público y notorio que en su vida personal se caracteriza precisamente por trasgredir de manera continuada aspectos bien visibles de este mundo de la ley? La respuesta es que no, sería apercibido e invitado a rectificar o simplemente sería dado de baja de aquel centro de enseñanza. O imaginemos a un médico que en sus clases negara la utilidad de la transfusión de sangre en nombre de sus particulares creencias.
En definitiva, lo que queremos apuntar es que cada comunidad tiene unas normas deontológicas que le son propias, que precisamente lo son porque garantizan el buen cumplimiento de la tarea profesional y docente que tienen encargada. La Iglesia en esto no es distinta a otras comunidades y su especificidad radica en el tipo de deontología que pide, que por otra parte tendría que ser aplaudida por el Estado, incluidos los jueces y la propia sociedad, porque lo que pide es nada más y nada menos que las personas sean coherentes con aquello que predican, que su vida sea reflejo de aquello que dicen, sobre todo cuando lo dicen en un lugar tan sumamente delicado como es el de impartir una clase a unos jóvenes que todavía son en buena medida pizarras en blanco.
Fuente: www.forumlibertas.com