Josep-Ignasi Saranyana
Miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas (Ciudad del Vaticano)
Texto leído en la Universitat Internacional de Catalunya (Barcelona, 19 de enero de 2012)
Publicado en Temes D’Avui el 13 de febrero de 2012
Muy apreciados colegas:
Me ha parecido oportuno exponer, de forma cronológica, el tema de mayor relieve tratado por el Papa al hablar de la Universidad, siguiendo hilo de cuatro discursos, desde el primero, pronunciado en Ratisbona en 2006, hasta el último, leído en Berlín en 2011. Me centraré en un solo argumento de esos discursos, un tema que me parece capital en el magisterio del Santo Padre, porque se ha repetido también en otras intervenciones. Y voy a adelantar ya la conclusión de mi ponencia, pues, como decía Gabriel García Márquez, más vale asesinar al protagonista al comienzo de la novela, que picar la curiosidad del lector, de modo que éste vaya al desenlace y dé por terminada la lectura del libro, antes de empezarla. Expresada formalmente, la conclusión podría presentarse en unas pocas tesis, tomando prestadas expresiones de Tomás de Aquino:
1ª tesis: El orden concebido por Dios con vistas a crear, es artístico, ejemplar o ideal.
No niego que he traducido con cierta libertad un sintagma aquiniano bastante complejo: “ratio divinæ sapientiæ”. El término ratio ha provocado muchos quebradores de cabeza a los estudiosos. En algún sentido, la ratio es la inteligencia en su función intelectual de elegir y ordenar medios con vistas a un fin. Por ello me he permitido traducir “ratio divinæ sapientiæ” por “orden concebido por Dios con vistas a crear”.
2ª tesis: La naturaleza creada participa de esa ratio divinæ sapientiæ, que deja su impronta en todo lo creado (en su ser y en su actuar). Por lo mismo, la naturaleza racional participa de la razón de la sabiduría divina, no sólo por existir, sino también cuando conoce.
Al señalar que el orden concebido por Dios es arte, ejemplar o idea, situamos ese orden en el plano intelectual, por una parte, y asentamos también la racionalidad de todo lo creado1.
3ª tesis: La revelación divina es racional, porque desvela, entre otras cosas, la idea eterna de Dios proyectada existencialmente sobre el mundo.
4ª tesis: Cualesquiera que sean las circunstancias culturales o convicciones religiosas, todos son capaces de entender las razones de los creyentes, porque la revelación admite una presentación racional.
Ratzinger no entiende tal racionalidad como la formuló el teólogo católico alemán Georg Hermes (1775–1831), que popularizó el principio “intelligo ut credam” (antítesis del anselmiano “credo ut intelligam”), sino de otra manera, bastante más original, como intentaré mostrar a lo largo de la exposición.
5ª tesis: La racionalidad no sólo constituye una base común (porque todo ser humano es racional), sino que también responde a la íntima estructura de todo cuanto existe. Por ello, la mente humana puede decir qué son las cosas.
Esto aclara el misterio del conocimiento. Ilustra por qué, hablando en términos generales, la mente humana no se equivoca cuando juzga sobre las cosas, salvo error en la percepción.
6ª tesis: En consecuencia, el cristiano tiene mucho que decir en la construcción de la sociedad moderna, porque ha apostado por la racionalidad.
Después de esta introducción, vayamos a los discursos de Benedicto XVI, siguiendo el orden cronológico y comenzando por el primero.
La lección académica de Ratisbona, de septiembre de 2006, es, ante todo, un parlamento nostálgico. Benedicto XVI rememora con añoranza sus bellos años universitarios, entre 1959 y 1976. El tono me recuerda las conversaciones que mantuve con él a finales de los setenta y, sobre todo, las charlas en Pamplona, cuando visitó la Universidad de Navarra para ser investido doctor honoris causa, en enero de 1998. Es obvio que los años han borrado de su memoria las contradicciones y los disgustos padecidos, que de todo hubo desde el primer momento, tanto en Bonn como, sobre todo, en Tubinga. En el marco de esa idealización de la institución universitaria, destacan unos trazos que son objetivos, entremezclados con sensaciones coloristas y vivencias idealizadas.
En todo caso, parece obvio que el Papa quiere destacar que en la Universidad de Bonn, donde inició su docencia universitaria, reinaba la colaboración interdisciplinar y que, en tal contexto, la Universidad se sentía orgullosa de contar con dos Facultades de Teología, la católica y la evangélica. A partir de tal hecho deduce y argumenta la legitimidad de que la Teología esté presente en la vida universitaria.
Veamos con más calma cómo desarrolla sus propuestas, que me parecen fundamentales, y dejemos de lado otro tema, también abordado en Ratisbona, que mereció en su día mucha atención por parte de los medios. Este fue, como recordarán, el epígrafe que dedicó el Papa a una cuestión muy viva entonces y ahora (y quizá siempre): la irracionalidad de imponer por la fuerza convicciones religiosas o, dicho en modo positivo, que la fe cristiana es racional y, por ello, ajena a toda violencia.
¿Cómo se justifica la racionabilidad de la fe?, se pregunta Benedicto XVI. La racionabilidad de la fe no ha sido una cuestión pacífica, sobre todo en el siglo XIX. Esta es cosa conocida, que omito en gracia a la brevedad. Con todo, conviene recordar que el joven Ratzinger se educó en una Universidad alemana que apenas había salido del shock provocado por Adolf von Harnack con su majestuoso Lehrbuch zur Dogmengeschichte (Tratado de historia de los dogmas), en 3 vols. (1885, 1887, 1889) y, sobre todo, con el curso académico, basado en el Lehrbuch, dictado en Tubinga algunos años más tarde y publicado en el año 1900 con el título Das Wesen des Christentums (La esencia del cristianismo). La tesis de Harnack era, en pocas palabras, que el cristianismo nació al entrar una rama del judaísmo palestino en contacto con el helenismo (es decir, con la filosofía griega). Por consiguiente, y siempre según Harnack, hay limpiar el cristianismo de cualquier contaminación griega, devolviéndole así su primigenio esplendor religioso. No me invento yo ahora ese fondo polémico anti-harnackiano de Benedicto XVI, pues Harnack es nombrado explícitamente cuatro veces en el discurso de Ratisbona. En tal contexto, Benedicto XVI, asiendo el toro directamente por los cuernos y con una audacia descomunal, concede a Harnack que el cristianismo le debe mucho a la tradición griega y que tal encuentro había sido dispuesto expresamente por la divina providencia. Es más: considera que ese encuentro supuso un gran bien para el Evangelio. No abomina de ese encuentro, sino que lo alaba y lo enaltece.
Ya desde sus primeros escritos Ratzinger había ofrecido una interesante exégesis del pasaje joánico que narra cómo unos griegos (podían ser judíos de la diáspora o prosélitos griegos) se presentaron a Jesús. Entonces Cristo exclamó: “Es llegada la hora en que el Hijo del hombre será glorificado” (Ioan. 12,23). Es innegable que la gloria de Cristo indica in recto la muerte en la cruz, como se advierte por el resto de la perícopa; Ratzinger señala, sin embargo, que in obliquo esta gloria es el encuentro del Evangelio con el mundo griego.
Harnack, en cambio, había postulado que ni las reglas de fe de la primitiva comunidad, ni el ordenamiento jurídico de la Iglesia tienen fundamento alguno en la predicación de Jesús, sino que más bien la contradicen, de modo que la historia de los dogmas documenta la apostasía de la Iglesia respecto a sus orígenes. Tal prevaricación se habría producido, según Harnack, cuando la Iglesia entró en contacto con el mundo griego y se helenizó. Por eso se Harnack se aplicó a encontrar el “evangelio puro”, “deshelenizado”, o sea, “el evangelio dentro el evangelio”, como se decía entonces.
Así las cosas se entiende que Benedicto XVI haya afirmado en Ratisbona:
“Este acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también desde de la perspectiva de la historia universal, que también hoy hemos de considerar”.
Y también es lógico que Benedicto XVI recordase entonces que “la Universidad [de Bonn] se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del conjunto de la Universitas scientiarum, porque, aunque no todos compartían la fe, [todos entendían] que los teólogos se esfuerzan por coordinar la fe con la razón común”.
El texto alemán dice: “um dessen Zuordnung zur gemeinsamen Vernunft sich die Theologen mühen“. La traducción literal diría: “cuya coordinación o relación con la razón buscan los teólogos”.
Aquí el problema radica en la traducción del pronombre relativo dessen, que es un genitivo masculino, porque se refiere a la fe, der Glaube, que es un substantivo masculino, mientras que en castellano el substantivo la fe es femenino. Por eso algunas versiones españolas del discurso de Ratisbona resultan ininteligibles.
Dejemos Ratisbona y pasemos al discurso que debería haber leído en La Sapienza en enero de 2008 y que, por la oposición de unos pocos, fue finalmente suspendido. Es interesante el modo como deseaba presentarse Benedicto XVI ante el claustro romano de profesores:
“En mi conferencia en Ratisbona hablé ciertamente como Papa, pero hablé sobre todo en calidad de ex profesor de esa universidad, mi universidad, tratando de unir recuerdos y actualidad. En ‘La Sapienza´, la antigua universidad de Roma, sin embargo, he sido invitado precisamente como Obispo de Roma; por eso, debo hablar como tal”.
Acto seguido, ofrece el núcleo del mensaje: el Papa habla en La Sapienza “como representante de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido habla como representante de una razón ética”.
¿De qué razón ética se trata? ¿A qué alude el discurso propiamente? Benedicto XVI piensa en Sócrates y en su lucha contra el mito griego. Para Sócrates, interrogarse sobre Dios, razonar sobre Dios, “no fue una problemática falta de religiosidad -dice el Papa-, sino una parte esencial de su forma de ser religioso”. Y la conclusión, quizá esperada, viene de inmediato, en formulación fuerte y provocativa, sobre todo en estos tiempos en que se niega el pan y la sal a la Iglesia en ámbitos universitarios:
“Por consiguiente, no necesitaron [los cristianos] dejar de lado el interrogante socrático, sino que pudieron, más aún, debieron acogerlo y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el conocimiento de la verdad íntegra. Así, en el ámbito de la fe cristiana, en el mundo cristiano, podía, más aún, debía nacer la Universidad”.
Repasa seguidamente cómo las cuatro Facultades universitarias del medievo (Medicina, Derecho, Teología y Artes o Filosofía) realizaron el ideal socrático, por así decir, y se detiene en el caso de las relaciones entre las Facultades de Filosofía y Teología. Tomando pie de la feliz fórmula del Concilio de Calcedonia (que inmortalizó los cuatro adverbios: inconfuse, immutabiliter, indivise, inseparabiliter al referirse a las relaciones entre las dos naturalezas de Cristo), Benedicto XVI se centra en dos adverbios: la filosofía y la teología deben relacionarse sin confusión, pero también sin separación.
Como era de esperar, el Romano Pontífice salta a nuestro tiempo, porque no podía quedarse en el medievo, y asevera:
“Dicho desde el punto de vista de la estructura de la universidad, existe [hoy] el peligro de que la filosofía, al no sentirse ya capaz de cumplir su verdadera tarea, degenere en positivismo; y que la teología, con su mensaje dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo [humano] más o menos grande”.
He aquí, una vez más, la cuestión que tanto preocupa al Papa: que los cristianos abandonen la reflexión sobre su fe y que la teología sea expulsada del mundo académico o ella misma lo abandone, por considerar que no está allí su misión; algo que sucedió en España cuando los obispos decidieron, a raíz del concordato de 1851, sacar de la Universidad las Facultades de Teología, so pretexto de que ya no podrían controlar con suficientes garantías el curso de la docencia, y optaron por fundar Pontificias Universidades en las sedes metropolitanas españolas. Craso error táctico, ciertamente, como se vio ochenta años después, cuando Pío XI decidió clausurar todas las Pontificias Universidades españolas por su bajo nivel científico.
Trasladémonos ahora al Westminster Hall, donde Benedicto XVI pronunció, en septiembre de 2010, uno de sus más bellos discursos. Se advierte la lógica emoción del Papa, por el tono solemne de sus palabras y la exquisita fineza con que se dirige a los oyentes. No es poca cosa hablar en la sede del Parlamento británico, en presencia de las dos cámaras, a las que se sumaron destacados invitados. El “Mr. Speaker”, con el que inicia el discurso, es muy expresivo. Me consta la gran admiración que Benedicto XVI ha sentido siempre por el pueblo inglés y, muy en concreto por el Cardenal Henry Newman, ahora beato. En cierta ocasión me confesó, creo que puedo contarlo, que uno de los grandes anhelos de Juan Pablo II era declarar a Henry Newman Doctor de la Iglesia, cosa que, por lo que pude percibir, también era anhelo de Joseph Ratzinger. Pero la providencia divina tiene sus tiempos, y también los papas han de someterse a ellos.
Después de la captatio benevolentiæ, bien sentida y verdadera, Benedicto XVI no pudo menos que recordar el caso de Thomas More, para saltar, de inmediato, a nuestro tiempo:
“Cada generación, al tratar de progresar en el bien común, debe replantearse: ¿qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener esas exigencias? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia”.
Difícil cuestión, ciertamente, y antigua, también, en las preocupaciones del joven Ratzinger, que ya trató el tema en varias ocasiones, mientras enseñaba en Tubinga y que volvió sobre él en un memorable ensayo titulado Cristianismo y democracia pluralista. Acerca de la necesidad que el mundo moderno tiene del Cristianismo (“Scripta theologica”, 1984). En 1984 se preguntaba, en efecto, sobre el consenso mínimo para una convivencia democrática, ese mínimo común denominador en una sociedad pluralista que hace posible la convivencia política y la paz social. Ahora, al cabo de los años, ya como Romano Pontífice, la pregunta tiene una respuesta brillante:
“La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación”.
Y finalmente la conclusión esperada, con un guiño a la historia inglesa, que se adelantó a abolir la esclavitud con su Abolition Act de 1807. Permítanme que lea el texto, aunque sea un poco largo:
“Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede también distorsionarse, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización. En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional”.
De Londres podemos pasar a Berlín, donde se cerrará el círculo. Al poco de empezar su intervención en el Reichstaggebäude, ante las dos cámaras, Benedicto XVI entró directamente en materia:
“Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho”.
No podía empezar de modo más solemne en el país de los mayores teóricos del Derecho moderno.
Es interesante la alusión a su responsabilidad internacional, porque al comenzar la intervención, el Papa había apelado a su condición alemana. Habla, pues, a los alemanes, que van a entender su lengua y los problemas planteados; pero también a todo el mundo, porque el tema afecta a todos y no sólo a Alemania, aunque quizá hayan sido los alemanes, y más en concreto el austriaco Hans Kelsen, quienes hayan provocado el problema, al poner en circulación la famosa “teoría pura del derecho”, estableciendo un hiato insalvable entre el ser y el deber-ser, entre sein und sollen, entre “el que és i el que hauria de ser”, como ahora se traduce al catalán. El hiato entre ser y deber-ser puede y debe atravesarse, afirma osadamente el Papa.
La gran pregunta es, por tanto, cómo se reconoce lo justo. Es cierto que en muchas materias que se han de regular jurídicamente, o sea, para gran parte de los asuntos de ordinaria administración, es suficiente el criterio de la mayoría.
“Pero es evidente también que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación”.
Así, pues, he aquí el gran problema: ¿cómo reconocer lo justo en los asuntos de mayor entidad?
Y de nuevo el Papa apela a la racionabilidad. Estas son sus palabras:
“Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”.
Y la conclusión luminosa con que cierra su larga reflexión es ésta:
“Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero, lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella [en la visión positivista], aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra”.
El guiño final fue para Karl Popper, otro austriaco, es decir, tributario de la cultura alemana; un guiño y, como se puede apreciar, también una descalificación.
Apreciados colegas: he llegado al término de mi intervención. He pretendido ser algo provocativo y creo que lo he conseguido. Al fin y al cabo, un seminario de profesores se convoca para discutir una tesis o una hipótesis, con pasión, pero sin encarnizarse.
He reivindicado, siguiendo las enseñanzas del Santo Padre, el papel substantivo de la teología en la Universidad, y la racionalidad como fundamento del diálogo religioso, político, ético y filosófico. Más todavía: he defendido, apoyándome en palabras de Benedicto XVI, la racionalidad de la fe, lejos de dos extremos: del racionalismo que pretende que hay que entender para creer (intelligo ut credam); y lejos también del fideísmo, que considera que la razón ha contaminado la fe cristiana y que es, por ello, como la prostituta de Babilonia. La conjunción de ambas, o sea, de la fe y de la razón, –inconfuse et inseparabliter- es la garantía querida por Dios para la difusión del Evangelio de Cristo y para la perseverancia en las buenas obras… con la ayuda de la gracia, por supuesto. A pesar de todo lo que se ha dicho y se ha escrito a lo largo del siglo XX, ha llegado la hora de enaltecer la inteligencia como el mayor regalo que la naturaleza humana ha recibido de Dios cuando lo creó. iInconcebible, pues, que para ser gratos a Dios tuviésemos que pisotear y reducir a cenizas la virtualidad de nuestro ser que tan inmediatamente refleja al Creador! Nunca: sería una tontería monumental.
No en vano los gnósticos de los primeros siglos afirmaron -desde su orilla- que la inteligencia humana es algo divino en nosotros, como un chispa de Dios caída en nuestro espíritu. Es lo que ya había atisbado el poema de Guigamés y, por supuesto, el libro del Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra” (Gen. 1,26-27). Desde esta perspectiva quizá resulten aclaradas las tesis ratzinguerianas, con que comenzaba mi exposición.
Muchas gracias por vuestra paciencia.
[1] Así expresada, esta tesis ratzingueriana manifiesta, además, una innegable impronta agustiniana y bonaventuriana, que nos lleva al medioplatonismo.
Fuente: www.unav.es
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