La ciencia y la religión, ¿son amigas inseparables o irreconciliables enemigas? ¿Puede un tercer elemento, la filosofía, servir de puente entre ambas?
Dominique Lambert
Docteur en Sciences Physiques et en Philosophie de l’Université Catholique de Louvain, est chargé de cours de Philosophie et d’histoire des Sciences aux Facultés universitaires Notre-Dame de la Paix à Namur. d.lambert@fundp.ac.be
“Había dos vías para llegar a la verdad, y decidí seguir ambas”, declaraba Georges Lemaître, uno de los padres de la cosmología física contemporánea, que era también sacerdote (1). “Nada en mi trabajo, nada de lo que aprendí en mis estudios científicos o religiosos me hizo modificar este punto de vista. No tengo que superar ningún conflicto. La ciencia no quebrantó mi fe y la religión nunca me llevó a interrogarme sobre las conclusiones a las que llegaba por métodos científicos.”
¿Qué interacciones existen entre las ciencias contemporáneas y la teología, entendida como discursos que dan una explicación racional de una tradición religiosa? ¿Están totalmente disociadas o, por el contrario, imbricadas, o sólo son complementarias? Georges Lemaître, partidario del “discordismo”, sostiene que los planteamientos científicos y el enfoque teológico son diametral y herméticamente opuestos; se encuentran tan distantes que no pueden influir uno en otro.
Otros partidarios de este modelo adoptan una postura diferente. Según el “principio NOMA” (Non-Overlapping Magisteria —magisterios no superpuestos) invocado por el paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould (2), las ciencias y las religiones son magisterios que imparten conocimientos, tales que no se invaden unos a otros, pero no por ello se encuentran absolutamente separados. Permiten un diálogo continuo. Gould utiliza la metáfora del agua y el aceite. Esos dos elementos no se mezclan, pero su contacto es íntimo.
Una interacción fructífera
Error, replican los adeptos de un segundo modelo, llamado “concordista”: los datos científicos pueden servir directamente a la teología. Conceptos de los dos ámbitos pueden corresponder –concordar– por pares. Así, entre el Big Bang y la Creación hay una interacción fructífera. Pero este modelo plantea numerosos interrogantes.
La variante del “concordismo” -llamada del “Dios comodín”- cae de lleno en este error. Ejemplo: como los científicos no tienen una teoría de la gravitación cuántica para describir la evolución del universo en los primeros instantes que siguieron al Big Bang, se la atribuye a la creación divina. Ahora bien, Dios no aporta aquí ningún elemento de explicación; pasa a ser una mera causa física inmersa en otras causas físicas. Pero Dios no es una causa de orden físico.
El “discordismo” evita este escollo a la vez que permite un diálogo sereno y respetuoso entre científicos y teólogos, negándose a recurrir a los saberes de uno de estos ámbitos para hacer avanzar al otro. Sin embargo, ¿no existe el riesgo de que la separación sea demasiado tajante, hasta el punto de privar a unos y otros de elementos útiles para su propia reflexión?
De ahí que surja un tercer modelo que, contrariamente al “concordismo”; rechaza toda fusión entre ciencias y teologías pero establece un diálogo indirecto entre ellas, gracias a la mediación que ofrece una tercera disciplina, la filosofía en sentido amplio.
En el punto de partida de este modelo se da por sentado que la ciencia suscita inevitablemente dilemas filosóficos que la superan, como las cuestiones de sentido o de ética.
Por su parte, los filósofos pueden recurrir a las diversas tradiciones religiosas para dar respuestas adecuadas. Éstas sirven al científico no para avanzar en sus investigaciones en sentido estricto, sino para ayudarlo a resolver las preguntas que todo ser humano se plantea. Y, sobre todo, las teologías pueden aprovechar a su vez el trabajo filosófico suscitado y fecundado por las ciencias. Esta trayectoria de las ciencias hacia las teologías es fruto de una labor que ha de reanudarse constantemente en función del progreso de los conocimientos científicos. En una primera etapa, este traslado suscita interrogantes y, en una segunda etapa, brinda respuestas filosóficas confrontadas con las teologías.
¿Causas naturales o intervención divina?
Volvamos al ejemplo del Big Bang. Un científico “concordista” podría afirmar que no es más que la creación del mundo, en sentido teológico. Ahora bien, esa afirmación no sería científicamente legítima: la física sólo se basa en causas naturales mientras que la creación, en sentido teológico, significa una intervención divina no física, sino “meta-física”.
La posición “discordista”, que pretende impedir todo diálogo entre cosmología y teología acerca del mismo Big Bang, no resulta satisfactoria. Pero una reflexión filosófica intermedia sobre el sentido del Big Bang como principio físico del cosmos puede ayudar al teólogo a explicitar y precisar los nexos y las diferencias existentes entre los conceptos de «principio físico», «origen metafísico» y «creación divina», y a precisar mejor el sentido estrictamente teológico de esta última.
La creación en sentido teológico puede significar el surgimiento del mundo en su ser en virtud de una causalidad divina, pero puede significar también una relación mediante la cual Dios sostiene constantemente al universo en su existencia, confiriéndole el ser. Este “surgimiento” no puede concebirse como la iniciación de un proceso situado en el tiempo físico puesto que es justamente el que genera el espacio, el tiempo y la materia. Del mismo modo, no puede mirarse esta “relación creadora” como una causalidad física, puesto que es precisamente la causa de todas las causas físicas.
De este esclarecimiento filosófico podrán emanar nuevas maneras de expresar, en teología, las relaciones entre el tiempo y la eternidad, entre el Mundo y Dios. Como contrapartida, dará también lugar a un mejor conocimiento del alcance y los límites de las ciencias.
Así pues, para unos, ciencias y religiones son amigos inseparables pero profundamente diferentes; para otros, amigos cuyos lazos sólo existen gracias a la intervención de un tercero “en discordia”; para otros aún, amigos que son auténticos mellizos; y, por último, dos individuos a los que no une ninguna amistad, ya que nunca se encuentran.
Relaciones, pues, que van de la fusión a la fisión.
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1. Entrevista al New York Times Magazine, 19 de febrero de 1933.
2. Et Dieu dit: “Que Darwin soit”, Seuil 2000, París.
Fuente: www.arvo.net
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