Recordemos antes de entrar en la consideración que es materia de este artículo que, en todos los países que mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede, las relaciones entre ambas sociedades, la sociedad religiosa católica representada por la Iglesia jerárquica y la sociedad civil representada por el Estado -en sus múltiples administraciones-, se rigen por acuerdos mutuos que reciben el nombre de concordatos. En España se ha establecido, después de la transición política y la actual Constitución, nuevos pactos en 1979 que han variado sustancialmente el anterior Concordato. En ellos la Iglesia ha cedido muchas prerrogativas a cambio de nada.
Pero esta nueva situación no parece ser suficiente para los distintos Gobiernos, particularmente el actual. En múltiples ocasiones y en determinadas decisiones gubernamentales que afectan a cuestiones graves, principalmente en materia de educación, se han cometido recientemente en España abusos por parte del Estado en la correcta aplicación del Concordato vigente.
En esta situación de tensión, en algunos ambientes de medios católicos españoles, se ha empezado a usar un nuevo lenguaje en torno a la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, más allá de la simple memoria de los contenidos concretos de los acuerdos Iglesia-Estado. Algunos católicos creen que se ha de hacer un nuevo planteamiento de estas relaciones y que se ha de saber decir, en el lenguaje moderno, el célebre «dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21). Y es en este contexto donde aparece el nuevo lenguaje, que recientemente hemos escuchado, y que redefine términos antiguos y les da una peculiar significación.
Pero los que basan sus argumentos sólo en este texto deben, por lo menos, interpretado como lo ha hecho la Iglesia en el último Concilio cuando ha enseñado: «[Cristo]… reconoció al poder civil y sus derechos, mandando pagar el tributo al César, pero avisó claramente que deben respetarse los derechos superiores de Dios».
No hay, pues, entre ambos poderes, meramente un reparto de ámbitos totalmente independientes y soberanos. Los derechos de Dios son «superiores» a los derechos del Estado.
La terminología que ahora se ha usado quiere distinguir entre «laico» y «laicista» de modo que, sin definir ambos términos, se emplean en el sentido de ser aceptable que el Estado sea laico, aunque no tiene derecho a ser laicista.
Al concederle al Estado su «derecho» a ser laico se piensa definir el ámbito propio de su misión, esto es, el ámbito de lo político. Mientras que la negación de una actitud laicista viene a ser la afirmación de sus justos límites cuando las decisiones políticas se interfieren con la religión. Es Estado laico sería algo así como un Estado que no se inmiscuye -ni a favor ni en contra- en asuntos religiosos. Un Estado laicista, en cambio, sería aquel que usaría su poder político para zaherir a la religión.
La insinuada aceptación por la Iglesia de un Estado laico -se cree- implicaría un terreno común en el que se desenvolvería la vida social de los ciudadanos -como se dice- más allá de toda «opción» religiosa, y que sería el marco de entendimiento entre creyentes y no creyentes, que no sólo no debería molestar a nadie sino que debería ser considerado como un ideal en la relación entre la Iglesia y el Estado. He aquí el ideal que ahora algunos preconizan como la solución simple y definitiva de una tan antigua cuestión, siempre llena de enfrentamientos, desde la aparición del liberalismo en el siglo XIX.
Pero las palabras tienen su propio significado y conviene pensar en la realidad de la situación más allá de términos que, lejos de aclarar la situación, podrían simplemente enmascararla y acelerar todavía más el proceso de laicización de la sociedad desde las múltiples y poderosas instancias del poder político.
La dificultad en aceptar este planteamiento «Estado laico sí / Estado laicista no» es que si el Estado tiene derecho a ser laico -en una terminología nunca usada por la Iglesia para referirse al ejercicio propio de la autoridad civil- puede parecer a muchos, y con razón, que se esté diciendo que lo laico no es en sí mismo malo mientras que sólo sería reprobable el laicismo.
Si por «laico» entendemos restrictivamente lo que no es sagrado, en el sentido en que distinguimos en la Iglesia entre clérigos y laicos, el Estado puede ser llamado laico. Pero en el sentido amplio de la palabra no puede aceptarse que un Estado tiene derecho a ser laico porque es dogma de fe católica que todo poder, y también el poder civil, proviene de Dios, de donde dimana la obligación religiosa de obedecerle. Esta es la reiterada enseñanza de la Iglesia, cuya base es totalmente bíblica, expuesta por los Padres de la Iglesia, desarrollada por san Agustín y sintetizada en la encíclica Diuturnum illud de León XIII y, más recientemente, recordada en la Pacem in terris del beato Juan XXIII.
Nada es ajeno a la omnipotencia creadora y a la providencia de Dios. Todos los Salmos están llenos de esta enseñanza. Por consiguiente la Iglesia no puede aceptar que existe algo tan importante como el poder civil que esté al margen del poder de Dios, que ha ordenado sabiamente la vida humana en todas sus dimensiones.
Laico no es, pues, un calificativo acertado. Pero ¿qué es el laicismo? El término «laicismo» no es un superlativo de laico. El laicismo no tiene otra definición usual que la de ser un sistema conceptual y práctico de promoción, por todos los medios a su alcance, de una sociedad laica. Por tanto, como la calificación moral de una acción se da fundamentalmente por el fin que pretende, el laicismo es rechazable porque lo laico lo es. Y esta es la razón esencial del rechazo del laicismo, aunque se le puede añadir, de modo accidental, que es doblemente muy reprobable -como es muy usual- por el modo como pretende conseguido.
Ahora bien, ¿por qué el laicismo tiene como meta una sociedad laica? Porque una sociedad laica es aquella en la que la religión y la Iglesia no tienen la menor influencia en la sociedad de modo que lleguen a desaparecer o, si acaso, queden reducidas al ámbito subjetivo, personal y sin ningún derecho a ser enseñados. Lo «laico» es el fin y el laicismo es el conjunto de ideas y acciones que lo promueven.
La cuestión de la relación entre la Iglesia y el Estado, que es de enorme trascendencia, fue magistralmente analizada por los papas de aquel siglo XIX y principios del XX, sin ninguna discrepancia entre ellos, hasta conseguir ser un sólido cuerpo doctrinal que fue llamado por el Concilio Vaticano II, la «doctrina tradicional de la Iglesia». Al hablar de la libertad religiosa dice que la doctrina expuesta en el Concilio «deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo». La doctrina tradicional -expresada de una manera íntegra y clara por León XIII en su encíclica lmmortale Dei– decía que la religión es como el alma de la sociedad y que no puede separarse la Iglesia de la sociedad como no puede separarse el alma del cuerpo, aunque con la misma fuerza se ha de afirmar que son dos cosas distintas. Son dos realidades distintas pero no separadas, como es distinta el alma del cuerpo pero la vida humana exige que no se separen.
Se ha de caer en la cuenta de que no es lo mismo «distintas» que «separadas». Si se quiere tener una idea inmediata de lo que es una organización social en la que no se distingue la religión de la sociedad política, que se piense simplemente en el islam. Pero no caer en este grave error no significa que se haya de aceptar la separación como sucede en el actual Occidente descristianizado.
Antes del siglo XIX ninguna sociedad fue concebida y desenvuelta sin la presencia íntima y medular, verdaderamente vertebradora, de la religión. Incluso Rousseau -precursor del laicismo radical, con la práctica exclusión de la religión en la vida social- reconoce que se puede comprobar histórica y conceptualmente que sin la religión no hay un primer aglutinante posible en ninguna sociedad. Y esto no sucede sólo entre los judíos, pues también entre nosotros, y de modo exclusivo, este aglutinante ha sido la religión cristiana, originariamente y antes de los cismas de Oriente y de Occidente, sólo la católica.
Se trata de ver ahora si la dicotomía acuñada puede asemejarse en algún modo con la doctrina tradicional y ser el nuevo marco desde el cual entablar el diálogo entre la Iglesia y el Estado en el momento actual.
La fórmula cristiana de «distinción sí – separación no» era la solución dentro de la doctrina de la Iglesia, mientras que la nueva dicotomía «laico sí – laicista no» se propone ella misma como una solución “neutra” que puede ser aceptada por un Estado no cristiano. No se mueve, pues, en el cauce de la doctrina de la Iglesia sino en una actitud digamos de mera filosofía política, que quiere ser semejante, sin serlo, con aquellas disposiciones que elaboró el magisterio del propio León XIII y otros pontífices, para países con confesiones oficiales no católicas. En tales situaciones la Iglesia apelaba a la común libertad política para exigir libertad para ejercer su ministerio religioso. Pero la doctrina, que podría invocarse en la situación actual, no se identifica con el esquema que ahora analizamos.
En el peor de los casos, la Iglesia puede aceptar el hecho de que vive en un país no católico, que en la situación actual no sería protestante u ortodoxo o islámico -aunque haya algunas minorías de estas comunidades religiosas- sino más bien fuertemente secularizado (prescindiendo ahora de multitudinarias manifestaciones religiosas, de estadísticas sobre la petición de la asignatura de religión, el número todavía mayoritario de bodas católicas y otros índices), y podría apelar a la existencia de libertad que se concede a todas las asociaciones. Pero no es lo mismo hablar de reconocimiento de la libertad que hablar de aceptación de laicidad.
La libertad, en efecto, es un valor común e independiente del planteamiento de la relación Iglesia-Estado que puede ser siempre invocado. Cuando hablamos de libertad, los cristianos lo entendemos como algo perteneciente a la dignidad de la persona humana y por ello exigible. Mientras que la laicidad es ya la teoría específica de la parte irreligiosa de la sociedad. Una sociedad laica no es una sociedad común a creyentes y no creyentes. Que se fijen los que están implicados en el tema que el Concilio Vaticano II ha hablado de la libertad pero no ha hablado de la laicidad. Al contrario, ha incluido como parte del bien común la vida religiosa de los ciudadanos, diciendo expresamente: «El poder civil, cuyo fin propio es cuidar del bien común temporal, debe reconocer ciertamente la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla». Y si se me permite un texto más completo, aunque sea un poco más largo: «El poder público debe pues asumir eficazmente la protección de la libertad religiosa de todos los ciudadanos por medio de justas leyes y otros medios adecuados y crear condiciones propicias para el fomento de la vida religiosa a fin de que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos de la religión y cumplir los deberes de la misma, y la propia sociedad disfrute de los bienes de la justicia y de la paz que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad».
La Iglesia tiene naturalmente el derecho a pedir que se le reconozca la misma libertad que se concede a todo grupo social. La libertad es un bien universal exigible -dentro del bien común- mientras que la laicidad es un presupuesto que es él mismo una actitud de negación de la íntima relación entre lo natural y lo religioso. Más aún, es obvio que los defensores católicos de este diálogo, si son sinceramente católicos, cuando dicen que el Estado ha de ser laico no quieren decir que la sociedad ha de ser laica. Y ahí es donde se produce el constante enfrentamiento radical no resuelto por el nuevo planteamiento, porque precisamente el Estado positivamente autónomo e independiente de Dios tiene como ideal social un Estado laico. Mientras unos -los creyentes- exigirían un Estado laico, pero no un Estado laicista, los otros -el Estado laico- usaría el arma del laicismo para llegar a una sociedad totalmente laica. Y esto es lo que de hecho ocurre y no puede dejar de ocurrir. La persecución directa y violenta a la Iglesia es un camino usado por muchos Estados totalitarios -todos los comunistas y casi todos los islamistas-, mientras la persecución solapada -no menos efectiva- se practica en muchos países democráticos. Pero, en cualquier caso, la meta no es la persecución de la Iglesia sino su desaparición.
Un Estado laico -totalitario o democrático- no puede legislar más que de acuerdo con el principio de que la sociedad, que él rige, ha de ser laica. Y esto implica que velará para que no se haga presente la religión y la Iglesia en esta sociedad civil.
Allí donde se dé una cuestión que pertenezca por una parte a lo meramente civil pero por otra a lo religioso el Estado laico no dudará un momento en adoptar aquella legislación y aquellas decisiones prácticas que tiendan a anular la presencia de las doctrinas y las prácticas religiosas.
Ahora bien, la vida social, la vida cotidiana, no puede desenvolverse del modo que Dios ha mandado si se separa de la penetración religiosa de tales acciones. No se puede extrapolar a la totalidad de la vida humana, individual y colectivamente considerada, lo que puede acontecer en determinadas parcelas minúsculas e inoperantes en el verdadero dinamismo humano. No se puede equiparar el ser más íntimo del hombre, su naturaleza y sus más profundas inspiraciones, con determinaciones acciones meramente exteriores, destinadas a la elaboración de productos meramente útiles y sin ninguna significación de finalidad. Pongo, por ejemplo, la fabricación de ascensores, que constituyen un bien, sin duda, útil y están al servicio del hombre pero no constituyen en modo alguno una realización del hombre en cuanto hombre. No tendría demasiado sentido hablar de ascensores católicos o ascensores laicos.
Pero ¿puede aceptarse esta indiferencia religiosa en las cosas importantes de la vida? ¿Puede haber indiferencia que sea igualmente respetuosa con la creencia y la increencia? La ausencia de la religión en la vida pública no es un terreno común y anterior a la división entre creyentes y no creyentes sino la opción laica, pura y absolutamente considerada.
La enseñanza cristiana ha de ser conocida por todo el mundo de modo que ni nos engañemos ni engañemos a nadie. Los cristianos, por serio, no tienen obligación ni capacidad de vivir en guetos separados. Ellos necesitan vivir la religión como ella es, al modo social y lo único que se puede invocar es el respeto a las creencias -o increencias- de los demás, pero no de modo que tengamos que admitir como «lo normal» la positiva separación de ideas y acciones que, por su misma naturaleza, dicen relación directa al ejercicio de la religión. Piénsese en la naturaleza del matrimonio, en la legislación sobre el divorcio, en el aborto -tema donde el Estado ha puesto a luz pública su sentido del derecho, legalizando el más infame de los delitos-, en la escuela llamada pública (que debería llamarse estatal, porque públicas lo son todas), en las campañas de prevención del sida, en la programación de las radios y televisiones públicas y un largo etcétera.
Una sociedad laica no es un terreno común a creyentes y no creyentes. El sofisma se reduce a algo tan sencillo como absurdo. Se quiere introducir la idea de que, puesto que la afirmación de la existencia de Dios -que connota necesariamente la acción cósmica y social, por su misma significación filológica- es una «opción» no compartida por todos, el terreno común entre decir «Dios existe» y la proposición «Dios no existe» es -increíble, pero cierto y, por tanto, ¡créanlo!- «organicemos la sociedad sobre la base común de que «Dios no existe»». ¿Base común?
Por mera lógica no existe una base común a dos proposiciones contradictorias. Y la que se ha elegido y se impone es «Dios no existe». La propuesta de un Estado laico no laicista es un imposible lógico. Todo Estado laico es por, el solo hecho de serio, un Estado laicista, esto es, que tiende sistemáticamente a producir una sociedad laica, esto es, a separar a los hombres de la religión y, en definitiva, de Dios.
Nadie en la Iglesia puede apartarse lo más mínimo de su doctrina tradicional y de lo enseñado por el Concilio Vaticano II.
José Mª Petit Sullá
Cristiandad, enero de 2005
Fuente: www.orlandis.org
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